Opinión

Más Pibes que Chorros

Cualquier análisis sobre los llamados “delitos comunes” debería empezar por la cultura del consumo

Por Esteban Rodríguez Alzueta (El Cohete a la Luna)

Las persistentes interpretaciones económicas sobre el delito son un obstáculo para su comprensión. No solo aquellas ideas que asocian el delito a la pobreza sino el delito a la desigualdad social. No decimos que sean datos irrelevantes, en todo caso son factores que hay que leer al lado de otras condiciones y vivencias. Factores que deberíamos empezar a mirar de cerca si se quiere comprender no solo la violencia agregada a estos delitos –aquellas violencias expresivas y emotivas que ya no pueden cargarse a la cuenta de la instrumentalidad–, sino las expectativas morales puestas en el delito. Constelar los fenómenos quiere decir que hay que colocar en nuestro radar a los procesos de estigmatización social, a las socializaciones que llegan con el encarcelamiento masivo, el hostigamiento policial, la desorganización y fragmentación social, la adscripción a cohortes con trayectorias criminales y, sobre todo, a la cultura del consumo. La tesis que nos interesa explorar en este artículo es la siguiente: detrás del delito callejero y predatorio está la cultura del consumo.

No es un tema nuevo, hace muchos años que Robert Merton llamó a estar atentos a las presiones que el mercado ejerce sobre las personas, en especial en aquellos jóvenes que, por la posición particular que tienen en las relaciones de producción, no pueden adecuar sus estilos de vida a las pautas de consumo y deciden innovar, esto es valerse de otros medios para ajustarse a los valores con los cuales se identifican. El Indio Solari lo escribió mejor en una canción: “Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura hoy”. Es decir, si yo para existir tengo que tener las Nike, y papá y mamá no me las pueden comprar porque la economía familiar se ha desfondado, entonces empiezo a correr porque yo también quiero existir. No hace falta recordar que las Nike son mucho más que un par de zapatillas, son sinónimo de éxito, jovialidad, velocidad, seducción, respeto. Parafraseando a Marx, podemos decir que también las Nike están endemoniadas, que las Nike oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos, sobre todo de estos jóvenes que resuelven gran parte de su identidad a través de las mercancías encantadas.

Hoy día, cualquier análisis sobre los llamados “delitos comunes” debería empezar por el consumo, reponiendo la centralidad que tiene el consumismo en la vida de la sociedad en general y de los jóvenes en particular. Las preguntas del millón con las que se miden los jóvenes (“quién soy”, “cuál es mi lugar en el mundo”) se responden apelando al consumo, a través de las experiencias del consumo y, en última instancia, en función de la capacidad de consumo: “Dime cuál es tu capacidad de consumo y te diré quién eres”. El dinero, entonces, sigue siendo la contraseña de rigor no solo para resolver la supervivencia sino, sobre todo, la pertenencia social.

De la cultura del trabajo a la cultura del consumo

Hablamos de jóvenes que ya no se ven como trabajadores sino como consumidores. El trabajo se ha desdibujado sin llegar a desaparecer. Eso no significa que no trabajen o necesiten trabajar, pero la identidad no se compone alrededor del mundo del trabajo, la cultura del trabajo, sino en torno al consumo. Hace rato que el trabajo no dignifica. En cambio, el mercado de consumo atrae, seduce, es una ventana a la felicidad. Del trabajo se entra y se sale todo el tiempo, pero en el consumo se permanece. Jóvenes que se encontrarán pendulando entre el trabajo precario, la ayuda social y el ocio forzado. Entre trabajar de ayudante de albañil ocho horas diarias, cinco días a la semana, y realizar una actividad dos días a la semana para el movimiento del barrio, no dudarán en sumarse a la cooperativa. Pero ninguna de esas experiencias los contiene e identifica y, lo que es peor, ninguna aporta los billetes necesarios para salir a consumir inútilmente.

Hasta hace unos años los jóvenes sabían que el trabajo era lo que les daba reputación en el barrio, sobre todo de cara a las generaciones adultas. Pero las cosas han ido modificándose con la expansión del mercado interno y el “consumo para todos”. Estos jóvenes no se ven a sí mismos como trabajadores sino como consumidores. Y que conste que cuando decimos consumo no estamos postulando actores pasivos, pero la vida de estos jóvenes no está hecha de contracultura sino de sobre-identificaciones con los productos que el mercado ofrece. Ya no se trata de ser auténticos sino idénticos, esto es, tener las mismas zapatillas, el mismo celular, la misma campera, los mismos pantalones, el mismo corte de pelo, los mismos tatuajes, usar las mismas drogas, tener la misma visera, escuchar la misma música, las mismas motos y, en el mejor de los casos, los mismos autos. Nadie quiere quedarse afuera o llegar tarde, muy pocos están dispuestos a sacrificarse en el presente y desplazar la felicidad hacia el futuro. Recordemos, “¡Nike es la cultura hoy!”, no mañana o pasado mañana.

La posesión de un bien es un soporte de relaciones que median entre el individuo y la sociedad. La posesión de un celular o una moto, por ejemplo, se ha convertido en un objeto diferenciador, una fuente de distinción. Mediante los objetos se comunican y buscan reconocimiento, son bienes ostensibles que captan y desafían la mirada ajena. Cada uno de estos objetos –nos dice Pablo Figueiro en su gran libro Lógicas sociales del consumo– “actúan como pequeños lazos a través de los cuales se puede participar simbólicamente de la riqueza generada socialmente, pero la cual, en términos generales, les es vedada”. El cálculo que hacen los jóvenes gira en torno a la representación social que se ha construido de un objeto. Lo importante no es la dimensión económica sino su costado improductivo o moral puesto que la tenencia del objeto permite sortear nuevos estigmas que llegan cuando se quedan rezagados de la carrera del consumo.

De modo que las experiencias juveniles ya no se organizan en torno a la escuela o el sindicato, sino a través del consumo, de experiencias vertebradas por el consumo: sea un partido de fútbol, un recital, una fiesta. Aquellos espectáculos masivos donde la gente ya no se encuentra, sino que se amontona. Lo importante no es la letra sino formar parte del coro y que la cerveza nunca se termine, que la fiesta no decaiga. El consumo llega con un mandato de felicidad que tenga la capacidad de sacarnos de la historia. Hay que pasarla bien, por lo menos pasarla bien.

Un consumo, entonces, asociado al espectáculo. Hablamos, siguiendo a Guy Debord, de relaciones mediatizadas por imágenes fetichizadas. Cuando la vida se aliena (y que conste que la alienación dejó de ser una experiencia laboral), la manera de imprimirle estilo a la vida chata o aburrida será a través del consumo de objetos encantados. La pérdida de libertad y el aburrimiento se compensan con el estilo que aportan las mercancías endemoniadas.

Un consumo organizado según la obsolescencia programada y percibida. “Programada”, porque algunos de los objetos están especialmente diseñados para fallar (las teléfonos celulares, por ejemplo). “Percibida”, porque otros hay que abandonados apenas llegue la próxima temporada (como la vestimenta o las zapatillas) o ser asediados con la nueva moda (como la música). Las mercancías también tienen fechas de vencimiento y ese plazo les imprime un ritmo a las experiencias del consumo.

El consumo no está hecho de paciencia sino de urgencia. Si la cultura del trabajo se organizaba alrededor del ahorro y la paciencia, el consumo lo hará en torno a la deuda y el apremio. “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, ese parece ser su mayor capricho. La falta de dinero no puede ser nunca un obstáculo para poder consumir. Ya se sabe: “compre hoy y pague mañana”. El consumo suele estar financiado en “cómodas” cuotas. El consumo nos ha transformado en personas endeudadas. Y las personas que no puedan endeudarse, es decir que no tengan acceso al crédito del consumo o estén demasiado endeudadas para seguir tomando créditos, tendrán que ingeniarse otras estrategias, entre ellas derivar hacia el delito, una suerte de mendicidad obligatoria.

Envidia y consumo

El sociólogo argentino Sergio Tonkonoff decía: si los llamados “pibes chorros” cambian el botín por plata, y con la plata se compran ropa deportiva cara, eso quiere decir que los “pibes chorros” son más pibes que chorros. El robo suele ser la forma maldita para adecuarse a las expectativas que reclama o impone el mercado.

Para ponerlo con algunas preguntas: ¿cuántos de estos delitos están vinculados al consumismo? ¿El mercado ejerce una presión sobre estos jóvenes? No decimos que el consumo determine al delito, no estamos postulando una nueva relación mecánica que reemplace a las espasmódicas interpretaciones economicistas. El consumo genera delito cuando somos cautivos de pasiones tristes como el resentimiento y la envidia. Cuando los jóvenes sienten envidia y el sentimiento de inferioridad se guarda en el tiempo, pueden llegar a derivar hacia el delito para poder participar de las experiencias de consumo.

El telón de fondo del consumismo es la desigualdad social y la segregación urbana, la corrosión del trabajo y la desproletarización, pero también los procesos de humillación con los que se miden los jóvenes de las barriadas populares que llegan con la desigualdad y la segregación. Cuando el mundo se desproletariza y las escuelas son impotentes para componer un lazo social, las experiencias grupales que giran en torno al consumo adquieren otra centralidad. La manera de tener un “cartel”, de acumular el capital simbólico que les permita hacer frente a los estigmas que pesan afuera pero también adentro del barrio, llevará a muchos jóvenes a vincularse o coquetear con experiencias criminales a fin de costearse la inclusión cultural.

Como señalaron Gabriel Kessler y Denis Merklen en el prólogo a Individuación, precariedad, inseguridad, el consumo ha generado una serie de paradojas en las clases populares. La distribución económica asociada al consumo, sumada al abaratamiento de ciertos bienes tecnológicos y la mayor circulación por la importación, con marcas reales o falsas, que han cambiado el mercado y la posibilidad de acceder a esos bienes, han “generado nuevas situaciones de privación relativa, mayor exacerbación de las pequeñas diferencias por el acceso a bienes y, más en general, una centralidad mayor en las expectativas de consumo que nos obligan a replantear la relación entre desigualdad y delito”.

Y agrega Kessler: “Mientras que por un lado hay más bienes en circulación, lo cual disminuiría la privación, por el otro el mayor consumo local y la menor privación absoluta dan lugar a una comparación continua con los pares más cercanos que acceden a ciertos bienes y que haya una mayor adscripción a las estrategias de distinción juvenil mediante bienes”.

En efecto, al igual que François Dubet, no hay que mirar a las grandes desigualdades sociales sino las pequeñas desigualdades. En otras palabras: el problema no son los contrastes abruptos en la gran ciudad, el problema no es que enfrente de la villa donde vivo haya un country, sino las comparaciones constantes que solemos hacer con las personas parecidas a nosotros, que habitamos en los mismos universos sociales. Dicho en otras palabras: el problema es que el que se sienta al lado de mi banco en la escuela, o el vecino de casa, tiene el celular última generación y yo no. Uno se compara con el que tiene al lado. Más allá de que formen parte de la misma cultura hegemónica, el mundo de los ricos les queda demasiado lejos y rara vez se cruzarán con él.

El consumo crea condiciones de posibilidad cuando nos pone a comparar constantemente con el vecino que tenemos al lado. Dicho de otra manera, cuando los grandes relatos se han ido desdibujando, y los intereses de clase fueron reemplazados por los intereses individuales, miramos las desigualdades desde el punto de vista individual. Las personas no se comparan con el que está lejos sino con el que está cerca. El consumo, entonces, no genera conciencia social sino más ganas de seguir consumiendo, es decir, frustraciones personales. Y cuando esas frustraciones se acumulan en el tiempo y no se las desactiva, pueden tramitarse con acciones violentas de distinto calibre.

Entre la rabia y la defensa del consumo

Ahora bien, el consumo no siempre activa encuentros felices. La democratización del consumo en las últimas décadas ha redefinido los términos de la pobreza relativa. Los jóvenes se la pasan comparando entre sí. Lo que tiene el otro, lo quiero tener yo también. Más aún cuando el consumo es para todos y se encuentra al alcance de la mano. Cuando el cotejo es constante, el placer ligado al consumo desigual viene con envidia. El consumo es fuente de gastadas, malentendidos, ventajeos y desencuentros entre los jóvenes. El consumo identifica y diferencia, inscribe en un grupo, pero lo hace marcando diferencias individuales.

El mercado transformó al individuo en su mejor vector. Una extrema individualización alentada por un ethos económico que convierte a cada individuo en un consumidor. Un consumidor es un cliente con derechos o fallido. Estos son “el problema”: los consumidores fallidos, los consumidores que tienen dificultades para seguir el ritmo que les impone el mercado, pero no se resignan a ser un buen chico. El precio que deben pagar es demasiado caro. Por eso prefieren asumir los riesgos que implica salir a robar antes que quedarse rezagados.

Sobre todo, cuando el robo está rodeado de otras emociones y constituye una oportunidad para desquitarse y descargar un poco de la rabia acumulada. Recordemos lo que decía Hannah Arendt: rabia es lo que sentimos cuando las cosas podrían ser de otra manera y sin embargo no lo son. Rabia –agregaba Dubet en La experiencia sociológica– es el sentimiento que mueve a estos jóvenes a enfrentarse con los policías, los maestros o los médicos. Allí donde la política se queda sin palabras, la violencia hablará por ellos. Alejados del mundo del trabajo y las categorías del movimiento obrero o desocupados, estos jóvenes experimentan la falta de dinero con rabia y la rabia motoriza, activa la grupalidad, impulsa a descargarla en el próximo robo.

Eso por un lado, porque salir a consumir es estar dispuesto a defender lo que se consume. Si lo que se porta se dispone para la mirada del otro, para reproducir las diferencias sociales, entonces el que ostenta cargará con el riesgo y deberá estar dispuesto a defenderse. No hay que regalarse ni dejarse ventajear. El gasto improductivo activa la grupalidad, pero también la individualidad, confunde y diferencia, fraterniza y tensiona a la vez.

Lo digo con las palabras del Colectivo Juguetes Perdidos: “Porque comprarlo no te hace propietario; la condición de propietario hay que ganársela; las cosas no llevan inscriptas los nombres de sus compradores, permanentemente tenemos que marcar la propiedad sobre ellas y para eso existe la estrategia de engorrarse. ¿Sos propietario? Báncatela. Así, con ese tono áspero y cruel nos habla el mercado: si sos propietario tenés que estar dispuesto a apropiarte de tus propiedades para que sean tuyas. Mediante la misma ilusión retroactiva que creaba interioridad, el engorrarse crea propiedad: esto es mío porque estoy dispuesto a defenderlo de vos”. El consumo, entonces, reclama un trabajo extra, una labor que comienza una vez en posesión de la mercancía. Porque poner en juego lo consumido, valorarlo, hacerlo desear por los otros, supone estar dispuesto a defenderlo.

Imaginación criminológica

Cuando miramos el delito con las declaraciones de muchos dirigentes y funcionarios llama la atención la pereza teórica. Hay ideas que atrasan o nos hacen retroceder y, peor aún, ponen las cosas en lugares donde no se encuentran. Sabemos que un problema mal planteado es un problema sin solución. Por eso conviene no empecinarse en repetir las ideas que nos maravillaron y donde fuimos entrenados, y apostar, como dijo Jock Young, a la imaginación criminológica. Necesitamos una mirada compleja que nos permita comprender de qué está hecho el delito y para eso debemos abordarlos con otras preguntas, y con el punto de vista de los actores involucrados.

Entendemos la importancia que tiene el consumo para la expansión y sostenimiento del mercado interno, pero el consumo en una sociedad permeada por el neoliberalismo, que arrastra una crisis de representación de larga duración, ha generado nuevas contradicciones que, está visto, no se van a atajar a través del sistema penal. Al contrario, su tratamiento a través del encarcelamiento masivo termina agregando nuevas dificultades a estas personas y recrea las condiciones para que los conflictos escalen hacia los extremos.